¿Cuán perdonados somos?

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¿Cuán perdonados somos?

 por Les Thompson

En Mateo 13:44 y 45-46 encontramos dos breves pero importantes parábolas de Jesús: (1) El hombre que vendió todo para llegar a poseer el gran tesoro (ejemplo de lo que significa el Reino de los cielos), y (2) el hombre que gastó todo lo que tenía para comprar la perla de gran precio (nuevamente, el valor de poseer el tesoro que es el Reino de los cielos). Las dos parábolas nos dejan preguntando: ¿Qué es lo que tiene el Reino de los cielos que es de tanto valor? Si poseer lo que tiene el Reino de los cielos es de tanta importancia, ¿qué valor le doy como cristiano normal?

Uno se beneficia en proporción directa a lo que invierte. Ya que nos declaramos cristianos y reclamamos ser “creyentes que regularmente vamos a la iglesia”, ¿es eso todo lo requerido para beneficiarnos del Reino de los Cielos? Por cierto, sabemos que nuestra relación con Dios es algo relacionado con el corazón y que debemos manifestar fidelidad a Dios en cuanto a las cosas espirituales. A la vez, reconocemos el ineludible dualismo que lucha en nuestro ser: deseos espirituales altísimos junto con deseos totalmente nefastos y contrarios a Dios. ¿No es cierto que gran parte de nuestra lucha espiritual se deba tanto a pequeños como a graves pecados que cometemos continuamente contra Dios (Ro 7)? ¿Cómo podemos reclamar cercanía a Dios y amor por su reino cuando ruge tal tipo de conflicto interno en nuestras vidas?

He aquí el meollo de lo que significa el Evangelio: que Jesucristo en la cruz hizo efectivo el perdón de Dios para esos mismos pecador con que hoy luchamos. Merece explicación.

No hay ser humano que no haya pecado gravemente ante Dios. No hay quién pueda levantar la cabeza y decir: Yo he sido un cristiano fiel, ideal y sin pecado. Dice el mismo Jesucristo, quien murió por nuestros pecados, que nuestras justicias —lo bueno que hacemos— son “como trapos de inmundicia” (Isa 54:6). No hay nada bueno en ninguno de nosotros (Ro 3:10-18). Lo bueno que tenemos viene de Él y no de nosotros. Todos hemos pecado; todos hemos ofendido a Dios (Ro 3:23). Todos merecemos el más severo castigo. Todos merecemos el infierno (Ro 6:23).

A su vez, por lo que hemos hecho —y seguimos haciendo— nos sentimos mal en nuestro interior, indignos, sin derechos, y malos cristianos (aunque pretendamos ante los demás ser santos y puros). La realidad es que cuando vino la tentación; no la resistimos, más bien caímos. Como resultado, ir y servir en la iglesia nos molesta, porque nos damos cuenta de lo indigno que somos a cuenta del pecado que hemos cometido, o que estamos contemplando cometer. Interesantemente, esa actitud y ese pesar es lo que el diablo quiere que sintamos. Si él nos puede mantener en esa condición de cristiano fracasado, de cristiano indigno, de persona quebrantada ante nuestros pecados, él sale ganando. Sucede porque tal actitud de derrota tras derrota nos hace alejarnos de Cristo — ¡nos sentimos tan indignos! En lugar de abrazarnos de Jesús para recibir el fruto de lo que logró por nosotros en el Calvario, nos sumimos en auto acusación, auto desprecio y derrota.

¿Qué es lo que debemos hacer? Tomemos un ejemplo bíblico: La mujer pecadora (prostituta) de Lucas 7:36-50. Tomemos un momento para abrir nuestra Biblia en esa historia. Allí, en todo lugar donde dice “mujer” o “ella”, escribamos nuestro propio nombre. Hagámoslo ahora, sin leer otra palabra. Ahora, leamos la historia entera. Al llegar al versículo 38, donde ya hemos puesto nuestro nombre, leamos detenidamente: “Y a ________ Él le dijo: Tus pecados te son perdonados”. ¿Qué recibió la mujer? ¡Perdón! ¿Qué hizo la mujer? ¡Nada! Sus lágrimas y su expresión de amor solo eran consecuencias de su gran agradecimiento a Jesús por aceptarla y totalmente perdonarla a pesar de su terrible vida de pecado.

¿Hubo algún requisito especial que pidió Jesucristo para después de su perdón? ¿Hubo una disciplina que ahora ella tuviera que cumplir antes de ser perdonada? ¿Puso Él alguna restricción o condición ante la mujer? No, no lo hubo. Jesús no le pidió una penitencia. No la mandó a la banca trasera de la iglesia. No pidió vigilias. No pidió una ofrenda. No pidió ayunos. No pidió absolutamente nada de parte del pecador como condición del perdón. Solo pidió que ella tomara por sentado que estaba perdonada —un desafío a la fe.

¿Por qué el frasco de perfume? ¿Por qué las lágrimas? ¿Por qué ese enjuague de los pies con el cabello? ¿Contribuyeron en algo para que Cristo tuviera piedad de ella y la perdonara? No, en nada. Esas lágrimas no crearon la condición para el perdón; eran sólo genuinas expresiones de agradecimiento y profundo amor. Saltaban de un corazón que ya al fin había encontrado ese incomparable tesoro que pertenece a los que son del Reino de los cielos —la satisfacción de pecados totalmente perdonados, junto con la aceptación incondicional del Salvador. En la casa de Simón el fariseo solo una cosa estaba en juego ese día: la cruenta cruz donde el bendito Hijo de Dios recibía de su amado Padre todo el juicio y todo el castigo merecido por cada pecador individual en todo el mundo. Si tal perdón —perdón completo e incondicional— no le hubiera incluido a esta pobre pecadora, algo le hubiera faltado a la muerte de Cristo en la cruz.

El “Evangelio” es el anuncio que hemos recibido por parte de Dios: ¡HAY PERDÓN TOTAL PARA TODO PECADOR NO IMPORTA EL PECADO COMETIDO! Es la única verdadera buena noticia, ya que viene en respuesta a nuestro reconocimiento de fracaso, fallas y miseria. Nuestro pecado es innegable; nuestra necesidad es el perdón por parte del Dios santo al que hemos ofendido. El “Evangelio” nos informa que porque no podíamos cambiar de carácter, porque no podíamos evadir el pecado, el eterno hijo de Dios, Jesucristo, tomó nuestro juicio y castigo ante Dios. En el Calvario, Dios le castigó a Él para no tener que castigarnos a nosotros. Allí en la cruz, cuando exclamó «Consumado es», declaró que había completado todo el proceso del juicio divino para perdonar a cualquiera completa y totalmente —no importa la profundidad de su pecado.

Jesús «herido fue por nuestras rebeliones y molido por nuestros pecados», nos recuerda Isaías. Llevó toda nuestra pena, toda nuestra vergüenza, todo nuestro castigo, todo nuestro juicio y maldición. Lo hizo absolutamente todo. A nosotros no nos queda nada por hacer. Solo nos queda, como la mujer de Lucas 7, lavar los pies de Jesús (figurativamente, por supuesto) con nuestras lágrimas, y agradecidamente besar sus pies en increíble gratitud por tan inmerecido amor. Todo lo que Jesucristo pide es que ahora en este instante aceptemos el hecho que nuestros pecados todos han sido totalmente perdonados —¡sin quedar siquiera uno!

Cuando descubrimos la profundidad del amor y el perdón de Dios es que comprendemos por qué el hombre de la parábola mencionada anteriormente fue y vendió todo lo que tenía para comprar tal tesoro. Comprendemos por qué el evangelio de salvación y perdón es la perla de gran precio que vale toda nuestra inversión. Esta es la perla que proclamamos, la perla en la que nos glorificamos, la perla que protegemos, la perla que nos lleva a la victoria. Este es el único y verdadero “Evangelio”. No permitamos que ningún otro mensaje —sea de sanidades, ni de buenas obras, ni de milagros, ni de prosperidad, ni de demonios— ensombrezca la proclamación de este glorioso y real Evangelio. Puesto que es el anuncio que nace del mismo corazón de Dios, este es Evangelio que realmente necesita escuchar todo pecador.